En la línea de la bula Munificentissimus Deus, de mi venerado predecesor Pío XII, el concilio Vaticano II afirma que la Virgen Inmaculada, “terminada el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo” (Lumen gentium, 59). Los padres conciliares quisieron reafirmar que María, a diferencia de los demás cristianos que mueren en gracia de Dios, fue elevada a la gloria del Paraíso también con su cuerpo. Se trata de una creencia milenaria, expresada también en una larga tradición iconográfica, que representa a María cuando “entra” con su cuerpo al cielo. El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado después de su muerte. En efecto, mientras, para los demás hombres, la resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María la glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio.
El 1 de noviembre de 1950, al definir el dogma de la Asunción, Pío XII no quiso usar el término “resurrección” y tomar posición con respecto a la cuestión de la muerte de la Virgen como verdad de fe. La bula Munificentissimus Deus se limita a afirmar la elevación del cuerpo de María a la gloria celeste, declarando esa verdad “dogma divinamente revelado”. ¿Cómo no notar aquí que la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual, afirmando el ingreso de María en la gloria celeste, ha querido proclamar la glorificación de su cuerpo? El primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados “Transitus Mariae”, cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II-III. Se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que, en este caso, reflejan una intuición de fe del pueblo de Dios. A continuación, se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución, en oriente, de las fiestas litúrgicas de la Dormición y Asunción de María. La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor, después de su muerte, se difundió de Oriente a Occidente con gran rapidez y, a partir del siglo XIV, se generalizó.
En nuestro siglo, en vísperas de la definición del dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo. Así, en mayo de 1946, con la encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los obispos y, por medio de ellos, a los sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la asunción corporal de María como dogma de fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo 6 respuestas, entre 1.181, manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad. La definición del dogma, de acuerdo con la fe universal del pueblo de Dios, excluye definitivamente toda duda y exige la adhesión expresa de todos los cristianos. Después de haber subrayado la fe actual de la Iglesia en la Asunción, la bula recuerda la base erigida en la Palabra de Dios acerca de esa verdad. El Nuevo Testamento, aún sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor; no puede exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo.
Tomado de: Minutos de amor